Memorias de la Biblioteca de Galador

Érase una vez, en el maravilloso mundo de Eirea, una elfa -hoy anciana- que rememora las antiguas hazañas de aquellos heroes que hoy ya nadie recuerda. Si te acercas, narrará leyendas para tí, con la promesa de una humeante taza de té en la mesa, y compartirá historias que sólo perviven en la antigua ciudad de Galador, en lo más profundo de su biblioteca.

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Lugar: Barcelona, Barcelona, Spain

Alocada y psicopática, con la carrera de Empresariales a la espalda ya finalizada, mis alas son sueños de escritora novel. Cuando empecé este blog, estaba viviendo a caballo entre Madrid y Barcelona. Después me establecí en Barcelona en un piso de alquiler. Mucho ha llovido desde entonces. Hoy en día, vivo en una ciudad en las afueras, y mis nuevas obligaciones incluyen el pago de la hipoteca y ser una vecina respetable, a parte de mi sempiterno trabajo a jornada completa. Madre adoptiva vocacional de dos bolas peludas y felinas de nombre Aemon y Rei. Lo que espero en un futuro es viajar más, tener menos estupideces en la cabeza, pero tener siempre presente que madurar no es dejar mi parte de niño atrás.

miércoles, mayo 24, 2006

En algún rincón de Eirea...

...Amanece...

El sol sale lentamente por el este, ascendiendo por el cielo con languidez.

Poco a poco, el negro manto nocturno clarece, tornándose azul bordado con tonos pastel.

Refulgen sus rayos, reflejados en el rocío matutino que cubre un bosque de áureo ollaje, mezclado con un hojas de perenne verde esmeralda, creando un paisaje de exuberante alegría.

Un austero camino de tierra se habre paso serpenteando por el este cuadro de belleza imperturbable.

Allí, en la lejanía, el camino muere a los pies de un inmenso wallenwood, mítico árbol de hojas doradas y grueso tronco que ha visto pasar mil historias, historias que aun hoy perduran en el susurro de sus hojas.

Entre las ramas de este anciano venerable, algo emite destellos bajo el sol.

Caminas.

Te acercas, para descubrir que no es más que una vieja ventana, perteneciente a una casa de madera que crece entre las ramas, como si fundidos casa y árbol fueran un único ser.

Unos pasos más te permiten observar una puerta intentando camuflarse en la superficie, cual corteza, sobre una rama. Tan sólo sus verdes cristales la delatan.

Pequeños arbustos en flor lanzan al aire su dulzón aroma. Mezclado con el frescor de la mañana te embriaga. Te preguntas, ¿habrá acaso mejor lugar que éste, tan grato, tan pacífico, tan perfecto?

La inercia te lleva hasta la base del árbol. En el camino te preguntas cómo acceder a la entrada. Llegas a la base para descubrir una escalera irregular, pulida por el uso y el paso del tiempo, que asciende hasta la puerta.

Unos minutos de escalada, no sabes cuántos, bajo los primeros rayos de luz de la mañana bastan para comprobar que la puerta vislumbrada rato ha, está entreabierta. ¿Invitación o descuido? No podrías asegurarlo.

Golpeas levemente la puerta, mas nadie responde. Y la curiosidad te impulsa a agrandar lentamente la rendija, contemplando así el interior.

Un delicioso rastro de un bizcocho recién hecho, flota en el aire y llama tu atención atrayéndote cual canto de sirena. Sin poder evitarlo, accedes a la casa. Ésta resulta tener un hogar acogedor nada más traspasar la entrada.

Es un comedor pequeño, bien cuidado y recogido. Cálido.

Allá, en el fondo, restos de ascuas parpadean mudando su color del naranja vivo al gris ceniciento durante lo que son sus últimos instantes de vida de hoy, recogidas en la chimenea, la repisa de la cual solo sostiene unos candelabros simétricamente expuestos.

En la misma pared, cuelga un tapiz de aspecto antiquísimo. Desde aquí no distingues que motivo representa, pero ya tendrás más ocasión de observarlo en detalle.

La claridad entra tímidamente en la estancia a través de un amplio ventanal, que ocupa la totalidad de una de las paredes, traspasando las ligeras cortinas color marfil. Ves un sofá estratégicamente situado junto al ventanal, con una manta sin doblar, y una montaña de libros de diversos tamaños, única muestra de desorden que choca con la pulcritud de la habitación.

Todo está recogido: una mesa de roble en el centro de la estancia, cuyos pies descansan sobre una alfombra de vivos colores, está rodeada por cuatro sillas de madera con los cojines a juego. Sobre ella, una fuente con frutas fresas preside el centro de la mesa, sobre un mantel de tonos tostados.

A la derecha, se abre un pasillo, cuya entrada es un arco de madera. Sencillo, sin puertas.

Un poco más allá, el aroma a bizcocho se torna persistente.

La luz entra al pasillo por una puerta situada a tu derecha. Al cruzarla te encuentras con la alacena de lo que has descubierto es la cocina, en la pared opuesta a tu persona. Un poco más allá, un armario de color caoba se aguanta sobre 4 patas labradas, con un delantal azul claro colgado de los pomos de sus puertas.

Notas calor a tu espalda, por ello, te vuelves, para descubrir un horno recubierto por losetas de cerámica decoradas con motivos florales, lustrosas, con una pila de leña a sus pies. Por la temperatura que se desprende intuyes que no hace mucho debieron apagarlo.

Investigas un poco más de cerca la cocina. Una ventana deja paso a la luz natural. Bajo ella, tres hileras de estanterías y una pica.
Una cantidad que jamás creíste posible de especias, abarrotan estanterías colocadas sobre la pica. Todas ellas clasificadas alfabéticamente. Los recipientes de cristal de diversos tamaños comparten su espacio con algunos trapos. En la pica la vajilla reposa reluciente mientras el agua se evapora lentamente de su superficie.

Decides que no te queda mucho más por ver aquí, y sobre tus pasos vuelves al pasillo.

Justo frente a la cocina, al otro lado del pasillo, ves una puerta entreabierta. Como las anteriores, hecha de madera. Animado por la calma del lugar te aventuras a abrirla sin temor alguno.

Deslumbrado por la luz, tu vista tarda unos segundos en acostumbrarse. Esta estancia es muchísimo más lumina que las demás, seguramente debido a su orientación.

Es una estancia muy amplia, mayor si cabe que el comedor de la entrada. A la pared de tu izquierda se arrima una cama de matrimonio con dosel, cubierta por una colcha de colores. Varios almohadones de tonos variados -decides no entretenerte en contarlos- se amontonan en la cabecera. A los pies del cuidado mueble, hay un baúl, cubierto por más almohadones.

A ambos lados de la cama, hay dos mesitas de madera. Una de ellas, la de tu derecha, tiene su superficie vacía. Sobre la otra hay un cofre pequeño de plata, cerrado.

En la pared de la derecha, ves un enorme espejo de plata bruñida.

Con unos pasos, te adentras en lo que ahora ya reconoces como el dormitorio. Con unos pasos más dejas tras de ti la cama para asomarte a un gran balcón.

Al salir al exterior, un fresco perfume floral te embriaga. ¿Quien -te preguntas- plantaría su jardín entre las ramas de un árbol, teniendo una alfombra de flores que adorna el paisaje a los pies del wallenwood?

Embelesado contemplas el bosque por el cual caminaste siguiendo el camino hasta aquí. Puedes ver incluso una playa desde aquí, incluso descubres por vez primera las ruinas de alguna ciudad antigua hoy ya olvidada, cuyos restos son bañados por olas de aguas cristalinas.

No podrías calcular cuánto rato estuviste contemplando tan bello cuadro, sin embargo sales de tu trance por el roce de algo contra tus piernas.

Bajas los ojos, para descubrir un menudo felino, de piel gris a rayas que pasea entre tus piernas con anormal familiaridad. Le observas, mientras ella -porque es una gata- te devuelve la mirada con sus ojuelos almendrados de color verde oliváceo. Lleva al cuello una cinta celeste de la que pende una joya brillante.

Es una mirada cálida, amistosa, repleta de curiosidad.

Te agachas para acariciarla, mientras ella te saluda con un cordial "miau". Tiene el pelaje suave, es muy agradable al tacto, y calentito por haber pasado un buen rato tumbada al sol. Ronronea en agradecimiento a tus cuidados.

Al cabo, notas una presencia más a tu lado. Esta vez, tienes que alzar la mirada.

Y allí la ves, delgada, esbelta, etérea. Con su largo cabello castaño oscuro ondeando en la brisa. Podría haber sido una ninfa, más sus orejas puntiagudas la delatan, como las que antaño vivieran en el bosque de Orgoth.

Tiene ojos de gata, como la que acaricias, el mismo tono de verde, el mismo contorno almendrado; pero su piel es tersa y pálida. Está envuelta en un vaporoso vestido cuyo color va del degradado ocre de sus hombros al verde oscuro del dobladillo.

Sin decirte nada se agacha con los brazos abiertos mientras tu te apartas de su trayectoria, para recoger a la pequeña felina, tras lo cual se levanta y tú con ella.

No hay malicia en sus ojos, no hay temor ni desconfianza, si no calidez. Como la gata, te mira con curiosidad. Pronuncia unas palabras que no aciertas a entender, en su musical idioma. Podría ser élfico, pero no lo relacionas. Quizás un antiguo dialecto caído en desuso.

Sonríe al notar tu incomprensión, acariciando su gata, y habla nuevamente, pero esta vez puedes entenderla: "Bienvenido a mi casa, -te dice- soy Saranna, la Dama del Viento".


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